domingo, 25 de noviembre de 2012

Daños colaterales


Se acerca la hora. Poco a poco. Tic tac, cada vez falta menos.
Mi ánimo decae, sé que tengo otras opciones, de hecho desearía inclinarme por ellas, pero esto es así, la decisión está tomada.
Camino lentamente, haciéndome a la idea del dolor que me espera. Tranquila, me digo, quizá si hay suerte la cosa termine pronto y sin que salga lastimada. Pero sé que no será así, porque nunca corro con esa suerte. Es mi sino.

Así que respiro, intento tranquilizarme, pensar en que todo pasará.
Quizá si me pongo otra ropa el dolor no sea tan intenso. Pantalones vaqueros, mientras más gruesos mejor. Sudadera de manga larga, que cubra todo mi brazo, que sea de material resistente, que mitigue mi dolor.
No sé yo la cantidad de veces que he pensado en colocarme también un casco, puede parecer exagerado, pero para mí no lo es, aunque una vez más deshecho la idea. Quizá su pudiera conseguir unos guantes de cuero…
Pero no, hay veces que pienso que todo esto es una exageración, que no puede llegar a ser para tanto. Pudiera ser que esta vez tenga más suerte. Así que habiéndome hecho con mi armadura, me dirijo hacia lo inevitable, hacia mi destino.
Abro la puerta y me dirijo con paso seguro, cuanto antes terminemos con esto, mejor, me digo.
Los saco de uno en uno, hasta cuatro. Comienzo, caliento ese líquido oleoso que desprende un olor sensacional, que casi me hace olvidar mis temores. Espero el momento adecuado, dejo caer lentamente el primero de ellos.
Y entonces comienza el calvario. Salta una, salta otra, mi cuerpo las recibe todas. En las manos, el cuello, la cara… el resto de él solo queda manchado gracias a la ropa que llevo puesta.
-¿Cómo vas con los huevos fritos? –me pregunta él-.
-Aquí –le contesto-, voy.
Si pudiera verme y sentir mi sufrimiento, seguramente comeríamos otra cosa, pero por desgracia de vez en cuando hay que sufrirlo.
Venga, me digo, sólo quedan 3.

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